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La situación de la democracia en América Latina y sus principales desafíos

 NOTICIA 028 | Foto: CICIG.


Conferencia Magistral

Dr. Daniel Zovatto
Director Regional para América Latina y el Caribe de IDEA Internacional


Mis primeras palabras, cargadas de gratitud y  reconocimiento, van dirigidas al Comisionado Iván Velásquez por esta honrosa invitación y a todo el equipo de la CICIG por la amable acogida que me han brindado. Deseo agradecer el privilegio que me han concedido de poder acompañar, en esta coyuntura tan especial, a la CICIG y a su personal, institución y colegas por los cuales tengo un profundo sentimiento de respeto y admiración por el compromiso, valor y profesionalismo con que han desempeñado su trabajo en Guatemala a lo largo de estos doce años. También agradezco el desafío que me han planteado: analizar, ante una calificadísima audiencia como la que ustedes representan, la situación de la democracia en América Latina y sus principales desafíos.

Permítaseme de previo al inicio de mi conferencia, hacer una breve reflexión preliminar de carácter personal.

Me siento muy honrado de estar nuevamente en tierra chapina. Un país y un pueblo que conozco muy bien, y por los cuales profeso un gran respeto y afecto. Mi relación con Guatemala fue “amor a primera vista” desde que en 1985 -oportunidad en que vine por primera vez con motivo de las elecciones de ese mismo año- me quedé embrujado por la belleza de sus paisajes y por la calidad humana de su gente. Desde esa fecha y a lo largo de estos 34 años, he venido numerosas veces y he dado seguimiento muy cercano al desarrollo de sus procesos electorales y políticos.

Desde mediados de los años ochenta he tenido el privilegio de trabajar y hacer amistad con los magistrados del Tribunal Supremo Electoral de esa época (Arturo Herbruger Asturias, Fernando Bonilla, Mario Roberto Guerra Roldan y Gabriel Medrano); de haber trabajado en el tema de los derechos humanos con Ramiro de León Carpio y Monseñor Gerardi y de ampliar mi conocimiento sobre Guatemala, en el terreno de la sociología y los procesos políticos, de la mano de Edelberto Torres Rivas entre otros muchos; fue en Guatemala que IDEA Internacional llevó a cabo su primer programa en toda la región, en 1997, en seguimiento al proceso de Paz; y he sido testigo de primera línea de las tres ocasiones, en

que a mi juicio, este país tuvo una ventana de oportunidad para dar un salto cualitativo tanto en materia de democracia como de desarrollo: en 1985 con el inicio de la transición democrática; en 1996 con la firma de los acuerdos de paz; y en abril de 2015 con la primavera democrática.

Equipado con este conocimiento y experiencia sobre la realidad guatemalteca, observo con preocupación y tristeza la salida forzada de la CICIG de Guatemala. Su partida constituye, en mi opinión, un grave error que conlleva el riesgo de producir un fuerte retroceso y un serio debilitamiento (no solo para Guatemala sino para toda la región) en la cada vez más urgente y necesaria lucha frontal contra la corrupción y la impunidad, en un momento en que esta lucha experimenta, en varios países de América Latina una contra ola dirigida a debilitar, desprestigiar y desandar los importantes avances logrados en este terreno. El movimiento anticorrupción tanto a nivel regional como en el ámbito específico de Guatemala está actualmente en riesgo. Su continuidad no está garantizada, por el contrario, se encuentra seriamente amenazada.

Por todo ello, la salida de CICIG constituye un campanazo de alerta. Frente a este grave riesgo, considero importante: 1) proteger el legado que deja la CICIG como resultado de sus 12 años de labores en el país; 2) instar a las nuevas autoridades –que asumirán en enero de 2020- y al Ministerio Público, que trabajen con alto nivel de compromiso y profesionalismo en la lucha contra la corrupción y la impunidad; 3) facilitar la labor de la Fiscalía Especial contra la Impunidad, para dar continuidad a las actuales investigaciones que la FECI está llevando a cabo sobre actos de corrupción de alto nivel; y 4) fortalecer la movilización ciudadana con un doble objetivo: para resistir cualquier intento de retroceso o debilitamiento, y para exigir a las nuevas autoridades y al Ministerio Público cumplir con sus promesas y producir resultados concretos en la lucha contra la corrupción y la impunidad. Los próximos años dirán si estábamos en lo cierto o no.

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Cierro esta breve reflexión personal y los invito a que iniciemos el abordaje del tema central de mi conferencia.

La ocasión para tomarle el pulso político a la región, para efectuar un balance sobre la situación actual de las democracias en nuestra América Latina (conjugo en plural por la diversidad de situaciones) y para reflexionar sobre los principales desafíos y las prioridades de la agenda política y electoral de los próximos años no podría ser más oportuna.

Por un lado, la región celebró el año pasado el cuadragésimo aniversario del inicio de la Tercera Ola Democrática en la región. Esto es así si tomamos como punto de partida el proceso de transición que comenzó en la República Dominicana y en Ecuador, en 1978 y que fue extendiéndose, en etapas sucesivas, primero a la Región Andina, luego al Cono Sur, posteriormente a América Central y, finalmente, a Paraguay y Chile en 1989, y a Nicaragua en 1990.

Y por el otro, este cuadragésimo aniversario coincide con el desarrollo de lo que he llamado el “súper-ciclo electoral”; proceso que en un plazo de tan solo 36 meses (correspondiente a los años 2017, 2018 y 2019) determinará que 15 de los 18 países de la región hayan celebrado sus elecciones presidenciales.

A nivel regional, 2019 se proyecta como un año mediocre en materia de crecimiento económico (el FMI proyecta un anémico crecimiento regional de 0.6%), complejo en lo social, y caracterizado por una maratón electoral (seis elecciones presidenciales) cuyos resultados terminarán de reconfigurar el mapa político regional. A ello debemos sumar la existencia de una ola creciente de demandas y expectativas insatisfechas aunadas a frecuentes escándalos de corrupción cuya letal combinación erosiona la legitimidad y credibilidad de la democracia y sus instituciones, licua aceleradamente el capital político de muchos presidentes y complica, en grado extremo, la gobernabilidad.

Por su parte, en el plano global, asistimos a un “cambio de época” más que a una época de cambios; un cambio de civilización –nos advierte Juan Luis Cebrián (Presidente de Honor del periódico El País)-, de efectos y consecuencias inesperados, sobre el que existen más incógnitas que respuestas.

Vivimos una época que podría ser definida con un oxímoron: la certeza de la incertidumbre. Muchas de las cosas sobre las cuales teníamos certidumbre se han vuelto inciertas; un mundo el de nuestros días en el que, desde los ataques del 11 de setiembre de 2001, predominan la incertidumbre y los sucesos inesperados.

Este “cambio de época” es abordado, entre otros autores, por Moisés Naím en su libro, The End of Power, en el cual analiza las tres revoluciones que están actualmente en marcha: la del más, la de la movilidad y la de la mentalidad. Según el citado autor, el siglo XXI tiene más de todo: más gente, más urbana, más joven, más sana y más educada. La pobreza extrema se ha reducido más que nunca, y la clase media sigue creciendo. Empero, alerta Naím, una clase media en aumento, mejor informada y conectada vía redes sociales, impaciente y con más aspiraciones y expectativas, está haciendo más difícil el ejercicio del poder tanto a nivel global como en el ámbito regional latinoamericano.

Por su parte, la revista The Economist, en un artículo titulado ¿En qué ha fallado la democracia?, señala que, si bien actualmente más personas que nunca viven en países que celebran regularmente elecciones libres y justas, la democracia está pasando por momentos difíciles. Su último índice Democrático, que elabora su Unidad de Inteligencia, correspondiente al 2018, además de analizar la compleja situación que vive la democracia a nivel global y los múltiples desafíos que la aquejan, hace un llamado de atención ante el hecho de que únicamente el 4.5% de la población mundial vive actualmente en democracias plenas; un 44% en democracias imperfectas; mientras la otra mitad de la población mundial continúa viviendo en regímenes híbridos o autoritarios.

En efecto, un rápido repaso del actual contexto internacional evidencia que la democracia liberal enfrenta una doble crisis. Como bien advierte el historiador Yuval Harari “Si bien lo que más centra la atención es el consabido problema de los regímenes autoritarios, empero, los nuevos descubrimientos científicos y desarrollos tecnológicos representan un reto mucho más profundo para la libertad humana”. Y agrega: “El liberalismo ha logrado sobrevivir, desde hace siglos, a numerosos demagogos y autócratas que han intentado estrangular la libertad desde fuera. Pero ha tenido escasa experiencia, hasta ahora, acerca de cómo enfrentar a tecnologías que son capaces de corroer la libertad humana desde dentro”.

Otros tres libros, también recientes, han venido a enriquecer el debate sobre la grave crisis y los mayúsculos desafíos que enfrentan actualmente numerosas democracias, incluidas las que eran consideradas, hasta fecha reciente, como “consolidadas”; me refiero a “El pueblo contra la democracia” de Yascha Mounk; “How democracy dies”, de los profesores de Harvard Steve Levistsky y Daniel Ziblatt; y “How democracy ends” del profesor de Oxford David Runciman.

Todos estos libros (me he permitido citar tan solo unos pocos dado la limitación de tiempo) así como los análisis que llevamos a cabo en IDEA Internacional, en el marco del Informe sobre el Estado Global de la Democracia, ponen de relieve que si bien desde el inicio de la Tercera Ola (1974-1975) el mundo ha visto una notable expansión de la democracia en todas las regiones del mundo, incluida América Latina, los últimos años han estado marcados por un proceso de desaceleración, estancamiento, retroceso (backslinding) o incluso “recesion democrática” para utilizar el término empleado por el politólogo de la Universidad de Stanford, Larry Diamond, en su reciente libro “Ill Winds”.

Según el Indice del estado Global de la Democracia de IDEA Internacional, este deterioro se refleja especialmente en una reducción del espacio cívico, en las restricciones impuestas a la sociedad civil, en el debilitamiento de los órganos de control y del estado de derecho, así como en las graves limitaciones impuestas a las libertades civiles y a la libertad de expresión. Como bien señala Freedom House, 2018 fue el décimo tercer año consecutivo en que el número de países que declinaron en libertad superó significativamente el número de aquellos que mejoraron.

Para Diamond, esta recesión democrática tiene entre sus causas principales el surgimiento de movimientos populistas iliberales, xenófobos y antiinmigrantes en varias regiones del mundo incluida Europa y los Estados Unidos; la disminución constante de la calidad de la democracia estadounidense y el debilitamiento del compromiso de la administración Trump en favor de la defensa de la democracia; y el creciente autoritarismo entre otros, en China, Rusia, Turquía, Hungría, Polonia, Filipinas, en numerosos países de África, Asia y el mundo árabe, así como en Venezuela y Nicaragua.

De este complejo cuadro emergen una serie de preguntas: ¿Es reversible la actual recesión democrática? ¿Caminamos indefectiblemente hacia una nueva contra ola autoritaria o atravesamos más bien una coyuntura crítica respecto de la cual la democracia, como en el pasado, tendrá la capacidad de sobreponerse?

Un análisis riguroso del panorama actual evidencia que de momento no estamos ante una contra ola autoritaria en los términos descritos por Samuel Huntington en su obra “The Third Wave”. Lo que estamos observando no es tanto un retroceso cuantitativo en el número de las democracias sino un deterioro de la calidad de estas que afecta, no solo a las democracias más recientes sino también a las más antiguas y consolidadas.

Pero actualmente existe otra diferencia de gran importancia respecto de las contra olas del pasado a la cual debemos prestar especial atención. En las contra olas anteriores, los golpes militares fueron el método principal para poner fin a la democracia. Hoy ya no es así. A diferencia del pasado, la muerte de la democracia ahora se produce de manera gradual y por múltiples y sucesivos ataques. En efecto, en numerosos países, líderes electos (en elecciones más o menos libres) han venido debilitando gradual y sistemáticamente los elementos centrales de la democracia: la independencia de los poderes, la autonomía de los tribunales, los órganos de control, amenazando a los medios de comunicación, restringiendo los espacios de la sociedad civil, coaccionando a los empresarios, desmantelando de múltiples maneras los partidos de oposición y controlando para sus propios beneficios las agencias de inteligencia, la policía y los militares.

De este modo, las estructuras y normas de la democracia que sobreviven se convierten en un cascarón vacío. Bajo este proceso de degradación gradual, característico de un nuevo tipo de autoritarismo, la democracia ya no muere de infarto, sino que se va asfixiando lentamente.

Como bien apunta Antonio Cano (periodista de El País): “Quizá sea conveniente anotar que la crisis de la democracia liberal no tiene por qué desembocar en un sistema plenamente totalitario o antidemocrático. Lo que la realidad nos va mostrando apunta más bien al surgimiento de modelos no liberales y semidemocráticos bajo la formalidad de una democracia con elecciones periódicas. Asistimos, más que a un drástico cambio de sistema, a la degradación paulatina de la democracia, lo que no solo puede limitar nuestra libertad sino perjudicar gravemente nuestra convivencia”.

Pero la complejidad y los riesgos son aún mayores ya que este proceso de recesión democrática tiene lugar en un nuevo orden internacional, o mejor dicho en un nuevo “desorden internacional” caracterizado por una profunda reconfiguración geoeconómica y geopolítica, un fuerte sentimiento antiglobalización, un marcado debilitamiento del multilateralismo, y bajo la creciente amenaza de una desaceleración o incluso de una recesión económica mundial como viene alertando, entre otros, el Fondo Monetario Internacional.

Todo ello está provocando un alto nivel de incertidumbre y volatilidad, que a su vez viene acompañado de un sentimiento de miedo, temor y pesimismo. Este es el caldo de cultivo de la actual ola populista, nacionalista, xenófoba y proteccionista que recorre el mundo.

En efecto, en casi todas las regiones del mundo vemos síntomas que privilegian lo nacional frente al multilateralismo y la globalización.

En EE UU Trump pone énfasis en “America First”, da prioridad al proteccionismo, lleva a cabo una guerra comercial con China, debilita sus compromisos en materia de cambio climático y control de armas nucleares, muestra su desconfianza no solo con el multilateralismo sino también con sus socios tradicionales de la UE y la OTAN y, por si todo ello fuese poco, en búsqueda de su reelección, agudiza su campaña xenófoba contra la inmigración, con especial saña en contra de mexicanos y centroamericanos.

Por su parte en Europa, los movimientos nacionalistas, populistas y xenófobos dirigen sus dardos contra Bruselas, la globalización y la inmigración, comprometiendo los cimientos del proyecto comunitario, mientras el Reino Unido y la UE negocian frenéticamente su divorcio en torno al Brexit.

En Asia, Xi Jinping modificó la Constitución para consolidar su poder y disimula cada vez menos sus objetivos de predominio geoestratégico y tecnológico. Por su parte, Putin en Rusia y Erdogan en Turquía, siguen intentando concentrar cada vez más poder hacia adentro mientras en el plano externo buscan reforzar sus respectivas áreas de influencia, aumentando peligrosamente la inestabilidad internacional. La tentación autoritaria cobra de este modo nuevo impulso si bien las recientes protestas en Rusia, Turquía y Hong Kong también demuestran el creciente rechazo ciudadano al autoritarismo.

Entramos así –avierte Antonio Caño- a una nueva etapa, la del final del modelo americano, en la que todo el orden liberal peligra. Como bien expresa Robert Kagan en The Jungle Gows Back, “el orden internacional actual ha favorecido al liberalismo, la democracia y el capitalismo no solo porque era lo correcto y lo mejor, sino porque la nación mas poderosa del mundo desde 1945 ha sido una nación liberal, democrática y capitalista”. Pero “Ahora vemos autocracias practicando con éxito un capitalismo de Estado compatible con Gobiernos represivos… Vermos al nacionalismo y al tribalismo imponerse en ese nuevo mundo de internet”.

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Pasemos ahora a la segunda parte de mi exposición la cual girará en torno a los siguientes tres puntos:

1. Las luces y sombras del desarrollo democrático latinoamericano durante estas cuatro décadas;

2. La calidad de las democracias latinoamericanas; y

3. Sus principales retos.

Mi análisis se asienta en dos precisiones preliminares.

La primera, la necesidad de efectuar un análisis equilibrado del proceso de democratización que vive la región desde hace cuatro décadas. Un balance que debe estar alejado tanto de una visión pesimista como de una mirada simplista y autocomplaciente; un balance que muestre al mismo tiempo los importantes avances logrados durante estos 40 años, pero que también de cuenta de los importantes déficits y retos que hoy enfrentan las democracias de nuestra región.

La segunda precisión se refiere a la necesidad de tener presente la heterogeneidad de América Latina. La región es una, pero múltiple y diversa a la vez, ya que, como analizaremos más adelante, existen diferencias importantes con respecto a la calidad de las democracias entre los diversos países de la región.

1. Las luces y sombras del desarrollo democrático.

En nuestros días, la situación política de América Latina es radicalmente diferente a la que tenía hace tan sólo cuatro décadas. Una mirada histórica da cuenta de que, a inicios de 1970, sólo en Colombia, Costa Rica y Venezuela se elegía con regularidad a las autoridades públicas mediante procesos electorales libres, abiertos y competitivos.

Hoy, por el contrario, y pese a todas sus carencias y déficits, la democracia es la forma mayoritaria de gobierno que se practica en la región. Este fenómeno resulta de tanta trascendencia que podemos afirmar que, desde hace 40 años, América Latina vive el proceso de democratización o (re) democratización (según el país en cuestión) más largo, extenso y profundo de toda su historia.

Sin embargo, la democracia en América Latina presenta una paradoja: combina la existencia de regímenes democráticos, en la mayoría de los países que la integran, con amplios sectores de su población viviendo por debajo de la línea de la pobreza (ligeramente por encima del 30% según datos de la CEPAL de 2018), una de las distribuciones del ingreso más desiguales del mundo, tasas de homicidios de las más elevadas del planeta y altos niveles de corrupción; tóxica combinación que repercute negativamente no solo en lo que refiere a su calidad sino también con relación a la integridad de las elecciones.

Resumiendo: Durante estas cuatro décadas, América Latina ha construido, con sus luces y sombras, una democracia de mínimos por primera vez en su historia. Ahora, el reto consiste en consolidar una democracia de calidad, una democracia de ciudadanos y de instituciones, incluyente, gobernable y sobre todo resiliente y sostenible.

2. La calidad de las democracias latinoamericanas

En los últimos años, el debate académico en torno a la democracia ha venido girando cada vez más en relación con la calidad de la misma. Existe hoy una literatura abundante sobre el tema, así como una gran variedad de metodologías e índices para medir la calidad de la democracia en América Latina.

Para abordar este punto, debido a la limitación de tiempo, utilizaré únicamente el Índice que elabora la Unidad de Inteligencia de The Economist.

Este Índice se compone de cinco variables y clasifica a 167 países del mundo en cuatro tipos de regímenes de acuerdo con el nivel de desarrollo democrático:

  1. democracias plenas;
  2. democracias imperfectas;
  3. regímenes híbridos, y
  4. regímenes autoritarios.

Del citado Índice correspondiente al año 2018 se desprenden tres noticias principales: 1) América Latina es la tercera región más democrática del mundo después de América del Norte y de Europa; 2) la calidad de la democracia en la región ha sufrido un nuevo deterioro; y 3) la variable en la que la región sale mejor evaluada es la que corresponde a los procesos electorales, mientras que donde obtiene una calificación más baja es en la variable de cultura política.

Por su parte, al analizar la distribución de los países de la región dentro de las cuatro categorías que contempla el citado Índice, observamos que sólo dos países latinoamericanos son considerados como democracias plenas: Uruguay y Costa Rica.

La gran mayoría de los países de la región (un total de 10) son considerados como democracias imperfectas: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, México, Panamá, Paraguay, Perú y República Dominicana, si bien existen importantes diferencias entre ellos.

Por su parte, cuatro países son catalogados como regímenes híbridos: Bolivia en América del Sur, y los tres países del Triángulo Norte: El Salvador, Honduras y Guatemala.

Finalmente, los tres países restantes, Cuba, Venezuela y Nicaragua, son considerados como regímenes autoritarios.

3. Los principales retos de la democracia latinoamericana durante la próxima década

Nuestra región enfrenta, de cara a la próxima década, una ventana de oportunidad única en su historia, pero también una agenda cargada de desafíos y amenazas.

A continuación, me permitiré enumerar y analizar, de manera muy breve, los principales déficits y retos que, en mi opinión, destacan por su importancia.

Y a esta larga lista de desafíos debemos agregar cuatro adicionales: dos que provienen del ámbito socioeconómico y que constituyen una asignatura pendiente de larga data en la región: los aún altos niveles de pobreza (ligeramente por encima del 30%) y las elevadas tasas de desigualdad (cuya reducción está actualmente estancada); y otros dos que se han venido incorporando más recientemente: el tema del cambio climático y el fenómeno migratorio.

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Pasemos ahora a la parte final de mi exposición.

Como señalamos al inicio de mi intervención, el avance logrado en estos 40 años en materia de elecciones libres y justas y democratización es significativo. Constituye un activo que debemos reconocer y valorar. En estas cuatro décadas, hemos logrado recuperar la democracia y hacerla sostenible. Esta resiliencia de la democracia (insospechada al inicio de la transición) es, sin lugar a duda, uno de los logros más importantes por destacar y valorar.

Sin embargo, como también hemos analizado, nuestras democracias exhiben importantes déficits y síntomas de fragilidad, así como serios desafíos y, algunos países, registran importantes retrocesos.

Los datos de Latinobarómetro 2018 dan cuenta de los signos de fatiga que aquejan a nuestras jóvenes democracias. Veamos algunos datos: el apoyo a la democracia, promedio regional cayó en 2018 otros cinco puntos para situarse en 48% (el nivel más bajo desde 2001). La situación de Guatemala es aún más preocupante ya que el nivel de apoyo a la democracia es de tan solo 28%.

Las noticias tampoco son positivas en relación con el nivel de satisfacción con la democracia ya que mientras esta descendió con fuerza del 44% al 24%, la insatisfacción se disparó del 51% al 71%. En el caso de Guatemala los datos son muy serios: el nivel de satisfacción con la democracia es de solo el 18%, uno de los más bajos de toda la región.

Otro dato preocupante es el aumento del porcentaje de indiferentes entre el sistema democrático y el régimen autoritario. A nivel regional la indiferencia trepó del 16% al 28%, especialmente entre los jóvenes de 16 a 26 años, lo que es grave por sus potenciales consecuencias futuras.

¿Qué razones explican este malestar con la política y sus élites y estos altos niveles de insatisfacción con la democracia? En mi opinión existen varios factores. Mencionaré cuatro de ellos.

El primero, el hecho de que únicamente el 16% de la población latinoamericana considera que la distribución de la riqueza es justa.

El segundo, el hecho de que un elevadísimo 79% considera que no se gobierna para el bien de todo el pueblo sino para el beneficio de unos pocos.

El tercero, el tránsito de una vieja a una nueva sociedad está provocando que las instituciones políticas no sepan a qué atenerse. Para decirlo de manera directa: las instituciones políticas han quedado desfasadas. Tenemos instituciones del siglo XIX, con paradigmas del Siglo XX, para gobernar sociedades complejas del Siglo XXI.

Y el cuarto, el aumento de la insatisfacción ciudadana ante la falta de resultados concretos. Para Josep Borrel, nuevo jefe de la diolomacia europea, esta insatisfacción es el reflejo de sociedades con clases medias en ascenso y con aspiraciones crecientes de empleo digno y movilidad social, pero que están aún bloqueadas por los peores índices mundiales de violencia, desigualdad y baja redistribución fiscal, y por la discriminación de etnia o de género. Son sociedades que ya no admiten ser gobernadas como antes; que están indignadas por la corrupción y agobiadas por el crimen, y que rechazan unas élites que a menudo capturan las políticas y las instituciones en su propio interés; sociedades más jóvenes, más modernas, más urbanas, más educadas, más interconectadas que exigen mejores servicios públicos, más seguridad ciudadana, más participación, más equidad de género, más transparencia, y mejor rendición de cuentas.

Por ello, en mi opinión, si queremos recuperar el apoyo ciudadano a la democracia y la satisfacción con la misma debemos lograr mejorar la calidad de vida de la gente.

Y para ello hace falta no solo una democracia fortalecida sino también un gobierno de mejor calidad que además de ser transparente y rendir cuentas, tenga la capacidad de producir resultados.

¿Frente a este cuadro de caída del apoyo a la democracia, aumento de la insatisfacción con la misma y fuerte incremento de la indiferencia entre un gobierno democrático y uno autoritario, me pregunto, existe riesgo de que se produzca un colapso generalizado de la democracia en la región?

En mi opinión NO a corto plazo. Pero si la calidad de las democracias continúa deteriorándose entonces sí existe el riesgo de que las actuales tendencias populistas y autoritarias aumenten peligrosamente. En este escenario, me temo que una parte cada vez mayor de ciudadanos estaría dispuesto a sacrificar trozos de democracia a cambio de mejor bienestar económico y mayor seguridad.

Por todo ello, o actuamos rápido y de manera inteligente o corremos el riesgo de que este malestar en la democracia se convierta en malestar con la democracia.

¿Qué hacer frente a este desafiante y complejo panorama? Lo primero, tomar conciencia de que no hay tiempo que perder en la actual época de “aceleración tecnológica” que vivimos, como bien nos advierte Thomas Friedman en su último libro. En efecto, la región debe competir en un contexto crecientemente complejo y exigente, el de la IV Revolución Industrial, caracterizado por cambios acelerados, disruptivos y permanentes.

Lo segundo, América Latina necesita, con urgencia, poner en marcha una agenda renovada que apunte a sentar las bases de una democracia de nueva generación dirigida a mejorar la calidad de la política y sus instituciones, recuperar el crecimiento económico, repensar el modelo de desarrollo y cumplir con la Agenda 2030 de los Objetivos de Desarrollo Sostenible de la ONU; una agenda que en mi opinión debe estar estructurada en torno a cuatro objetivos prioritarios:

Uno, mejorar la calidad de la política y fortalecer las instituciones para aumentar la resiliencia democrática, es decir la capacidad de la democracia para afrontar crisis y desafíos complejos, sobrevivir a ellos, innovar y recuperarse.

Para ello es necesario impulsar reformas políticas dirigidas a corregir los déficits de la democracia representativa, con el objetivo de contar con: 1) partidos modernos y democráticos, con financiamiento transparente; 2) parlamentos legítimos, con capacidad para representar y encauzar las demandas sociales, complementados con mecanismos de participación ciudadana; 3) elecciones con integridad; y 4) instituciones y mecanismos de control que impidan el ejercicio abusivo del poder y aseguren niveles apropiados de transparencia y rendición de cuentas.

Segundo, mejorar la gobernanza. El reto pasa por garantizar gobernabilidad democrática en tiempos de alta incertidumbre. La democracia necesita que se gobierne bien, sin improvisación, con transparencia y rendición de cuentas. Un gobierno deficiente y corrupto debilita la legitimidad de resultados de la democracia. Por el contrario, el buen gobierno la fortalece y mejora el nivel de satisfacción con la misma.

Por ello, la reforma del Estado es prioritaria ante el evidente rezago de la institucionalidad pública para gobernar sociedades cada vez más complejas. El aparato público debe ganar eficiencia, mayor transparencia y rendición de cuenta, contar con una buena base fiscal, e incorporar de manera inteligente y urgente los avances de la tecnología y de la digitalización.

Tercero, avanzar hacia un nuevo contrato social que tenga como norte el pleno cumplimiento de la agenda 2030 de desarrollo sostenible.

Y cuarto, fortalecer el estado de derecho y la lucha frontal contra la corrupción y la impunidad. Seamos claros: no será posible avanzar en una democracia de mejor calidad si al mismo tiempo no avanzamos en la reducción de la corrupción y de la impunidad. La relación entre democracia y corrupción es de doble vía. Niveles altos de corrupción y de impunidad debilitan y deslegitiman a la democracia, y una democracia débil, cooptada por grupos mafiosos, es incapaz de hacer frente y derrotar a la corrupción y a la impunidad.

Esta es la agenda que el liderazgo político latinoamericano necesita debatir con urgencia, inteligencia e innovación. Una agenda que permita gobernar la incertidumbre y nos ayude a navegar en estos tiempos turbulentos. Una agenda que permita aprovechar las oportunidades y las coyunturas favorables para sortear con éxito las situaciones y los acontecimientos adversos. Una agenda para que, como acertadamente nos recomendara Hirschman, nos permita “pensar en lo posible antes que en lo probable”.

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Queridas amigas y amigos:

El siglo XX fue sin duda el siglo de la democracia como bien nos recuerda Amartya Senn. La democracia fue, pese a todos los desafíos la gran ganadora de los choques ideológicos del siglo pasado en contra del fascismo, el nazismo y el comunismo.

Pero el camino democrático, como hemos visto durante estos 2.500 años (desde que Pericles y Clístenes la fundaron cinco siglos antes de Cristo en Atenas), y a lo largo de sus tres olas, no es recto ni está exento de desafíos y obstáculos.

Por suerte, el pesimismo que expresara el segundo presidente de los EE. UU., John Adams, no se ha cumplido. Según este: “la democracia nunca dura mucho tiempo. Pronto se inutiliza, se agota y se suicida”.

Pero tampoco debemos adoptar sin reservas el optimismo de Fukuyama, en el sentido de que al final de la historia encontraremos inexorablemente a la democracia liberal. De hecho, si hay algo que surge claramente de los complejos y turbulentos tiempos que estamos viviendo, es que el anunciado “fin de la historia” se ha pospuesto.

Frente a “las promesas incumplidas de la democracia” (para decirlo en palabras del maestro Bobbio), no pequemos de pesimistas, pero tampoco seamos autocomplacientes.

Tengamos siempre presente que la democracia, al decir de Giovanni Sartori, es antes que nada y sobre todo un “ideal” pero es también un “trabajo” como bien nos recuerda Alain Touraine. Es, en definitiva, como acertadamente expresa Robert Dahl, una “construcción permanente” que hay que reinventar, recrear, perfeccionar y defender todos los días.

Y en esta construcción permanente tengamos siempre como guía el artículo 1 de la Carta Democrática Interamericana que expresa: “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia y sus gobiernos la obligación de promoverla y defenderla”.

Exigir este derecho y cumplir con nuestros deberes es tarea de todos. Los invito para que como ciudadanos democráticos, responsables y comprometidos unamos nuestros esfuerzos para hacer plena realidad este derecho a la democracia y para exigirle firmemente a nuestros gobernantes que la promuevan y defiendan.

Muchas gracias.


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